Viajes en moto: Mont Blanc, el ‘Dragón Blanco’
Chemin de la Ch’na. Un hilo de asfalto hecho calle bajo la inmensidad del Mont Blanc. Es la ubicación de un hotel joven que respira montaña, como todo aquí. El escenario es arrebatador. Enfrente, más allá del glaciar de Bossons y las nubes que lo blindan, se levanta majestuoso e imponente el viejo techo de Europa –o mejor dicho de la Unión Europea, para que no se nos ofenda el Elbrus-. Son 4.810 metros que representan el inicio del alpinismo y la razón de ser de Chamonix y su valle.
El 8 de agosto de 2017 se han cumplido 231 años desde su primera ascensión. Aquel lejano día de 1786, Jacques Balmat y Michel Gabriel Paccard subieron hasta la cumbre de una montaña considerada hasta entonces “maldita”, cubierta siempre de un halo de supersticiones y leyendas.
Llegar en moto hasta los pies de este gigante tiene también algo sagrado. No por lo que se vive por fuera, que también, sino por las emociones que se experimentan por dentro. Chamonix es un lugar de peregrinaje. Todos contemplamos extasiados la pared montañosa que sube hasta el cielo, y recorremos sus calles y plazas cubiertas de flores ornamentales y sueños que a veces quedan truncados para la eternidad.
Somos cientos, miles de motoristas los que llegamos hasta el corazón de estas montañas atravesando puertos superlativos. Tan solo los despistados utilizan el túnel que une Courmayeur, en el valle italiano de Aosta, con la Alta Saboya francesa. Hacer algo así sobre dos ruedas es un sacrilegio. Así que la gran mayoría cambiamos ese anodino y subterráneo agujero de 20 kilómetros por 160 kilómetros de pasos aéreos. Y notamos el viento frío que baja de los tresmiles que nos rodean. Y vemos cómo se miran de reojo tres países: Francia, Suiza e Italia. Y saludamos con “Vs” a compañeros motards sin importarnos de dónde son ni qué moto llevan. Y sentimos cómo las Conti se pegan como lapas al asfalto del Gran San Bernardo. Y disfrutamos de una sinfonía de curvas que parece no tener fin.
Las Continental TKC70 son perfectas para estos paraísos. Y lo son por varias razones. Porque tienen un grip que muerde. Porque se mueven como pez en el agua cuando aparece la lluvia. Porque su dibujo y composición permiten que nos aventuremos en conducción off road con garantías. Porque a pesar de las exigencias y las distancias de este tipo de viajes, aguantan sin pestañear. Y porque son nobles como pocas. Nunca me han hecho un solo extraño, nunca una mala pasada. Y la confianza lo es todo.
Una babel bulliciosa
La gran montaña de Europa tiene un magnetismo especial que hechiza a hombres y mujeres de todo el orbe. Por eso, el otrora pequeño pueblo perdido en lo más hondo de este valle francés es ahora una babel bulliciosa y comercial en la que, pase lo que pase, siempre se respirará la atmósfera de aquellos pioneros que se atrevieron a descubrir el misterio que se escondía más allá de lo conocido, bajo los cúmulos lenticulares del grandioso monte blanco. La escultura en recuerdo de Balmat y Horace-Bénédict de Saussure evoca un pasado donde las ascensiones eran epopeyas impensables. Como en tantos capítulos en la historia de la exploración, fue la ciencia, y no la locura, la que dio el primer paso.
Desde la Aiguille du Midi (la Aguja del Mediodía) se disfruta de unas vistas panorámicas inmejorables. El macizo, mayestático, se eleva aún más sobre los 3.842 metros de este iconográfico punto. El valle se extiende junto al resto de montañas. Escoltado por las Grandes Jorasses y el Monte Rosa, pero también por el Matterhorn, pirámide perfecta que se dibuja tímidamente en el horizonte lejano.
Y allí, en aquel universo helado y albo, hay hombres. Puntos diminutos diseminados con un mismo objetivo: atacar la cabeza del Dragón Blanco, dormido entre sábanas de hielo. Es una lucha poética y sobrenatural. Hombres y mujeres de medio mundo tratando de superar el reto de sí mismos, tratando de superar el reto de la bestia. Produce respeto escuchar su silencio, observar sus formas ciclópeas, sentir su poder, los mensajes que en otros tiempos se atribuyeron a criaturas mitológicas. A pesar de la masificación, las esperas eternas y el ruido, es fácil abstraerse y sentir el pulso del animal. Sabes que está ahí, observando. Como un cazador paciente. Te sientes narcotizado por la altitud y por la presencia del coloso. No quieres bajar. Estás abducido. Y en esos momentos, sientes que nada es igual ahí abajo.
Dejar atrás Chamonix produce nostalgia. Siempre me pasa. Es como un verano que se aleja. Cada curva, cada arista, cada puerto circundante te llaman por tu nombre. Y al hacerlo, te convierten en náufrago de tu propia isla, en donde solo queda el eco en reverberación de todas las emociones que vivimos durante el viaje, conjurando el hechizo. El hechizo hipnótico del gran Dragón Blanco.